¿Sumar más tecnología realmente mejora el aprendizaje en el aula?
Hace pocos días, la reconocida educadora sueca Inger Enkvist publicó en un medio internacional, ABC, un texto que pone en el centro una pregunta incómoda: ¿es la escuela digital la panacea educativa que muchos imaginamos, o estamos perdiendo lo esencial?
La experiencia sueca como espejo: según Enkvist, Suecia fue pionera en la digitalización escolar: ya desde fines de los ’80 instaló salas de computadoras en colegios, y en los ’90 invirtió fuertemente en tecnología para la escuela, combinando esa apuesta con una pedagogía progresista. La idea era clara: alumnos autónomos, trabajando en grupo, investigando, presentando proyectos; en vez de memorizar, aprender a pensar. El libro de texto —se dijo— era cosa del pasado, símbolo de pasividad.
Pero la realidad no acompañó la promesa. Con el paso de los años, esa confianza en lo digital empezó a mostrar grietas. Informes internos —como el famoso experimento en una escuela secundaria del norte sueco en 2001— indicaron caídas en el rendimiento, especialmente entre alumnos con dificultades. Además, las nuevas generaciones, muy expuestas a pantallas, tendencias y estímulos digitales, enfrentan desafíos crecientes para concentrarse, leer con profundidad, memorizar, reflexionar.
Este giro llevó a Suecia a dar pasos de reversión: recuperar libros de papel, revalorizar bibliotecas escolares con bibliotecarios, reducir el uso de pantallas en los primeros años, y retomar clases dirigidas por maestros.
¿Qué lecciones nos deja o debería dejarnos?
Para quienes somos parte de la comunidad educativa —docentes, familias, responsables de políticas, personas comprometidas con la enseñanza— la historia sueca invita a una reflexión profunda:
Tecnología no siempre equivale a mejor aprendizaje. El acceso a computadoras, pizarras digitales, internet y apps puede generar entusiasmo, innovación y posibilidades. Pero no asegura que los estudiantes construyan conocimientos robustos: lectura profunda, pensamiento crítico, memoria, comprensión, hábito de estudio. A veces, la promesa de “prepararlos para el siglo XXI” termina siendo una promesa vacía. La autoridad y guía del docente siguen siendo clave. Como advierte Enkvist, la escuela no puede transformarse en un espacio de “autogestión infantil” completa: los niños y jóvenes necesitan un maestro que marque el camino, que motive, que enseñe los contenidos básicos, y que promueva hábitos de trabajo, esfuerzo y disciplina.
El equilibrio importa. No se trata de demonizar la tecnología, sino de reconocer que su uso debe ser cuidadoso, progresivo, con propósito, y con sentido pedagógico. Así como un martillo puede construir o destruir, las pantallas pueden ser aliadas o distracciones peligrosas. La escuela debe volver a poner al conocimiento en el centro. No como mercancía, ni como competencia perenne, sino como puente — puente entre generaciones, entre familias, entre pueblos; puente hacia la cultura, la memoria, la participación.
Una invitación — para padres, maestros y sociedad
Para las familias: acompaña la escuela, pero no delegues todo en ella. Leer juntos, conversar, valorar el esfuerzo intelectual, la constancia, el hábito de estudio. La pantalla no puede ser cuna de aprendizaje por sí sola. Para maestros: reivindicar tu rol. Mucho más que facilitadores de softwares o guías de proyectos, recuperar la dignidad del aula como espacio de transmisión de conocimiento. Enseñar no significa entretener, sino formar. Para políticas educativas y sociedad en general: revisar pausadamente las modas pedagógicas. Innovar está bien, pero solo si hay evidencia de que mejora el aprendizaje real. Educación no es marketing: es futuro.
